Gracias, Jeeves by P. G. Wodehouse

Gracias, Jeeves by P. G. Wodehouse

autor:P. G. Wodehouse [Wodehouse, P. G.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Humor
publicado: 1934-03-15T17:00:00+00:00


XIII

Por regla general aborrezco las novelas donde el autor, saltando de una cosa a otra, deja a cargo del lector averiguar lo que ha sucedido en el intermedio. Me refiero a esa clase de relatos donde el capítulo diez concluye con el protagonista encerrado en una mazmorra subterránea y el once principia con el mismo protagonista convertido en el alma y la sal de una alegre reunión en la Embajada de España. Y hablando en rigor entiendo que, con arreglo a esa norma, yo debía describir todos los incidentes que me condujeron de nuevo a la salvación y la libertad, si es que entienden ustedes lo que quiero decir.

Pero ello resulta innecesario cuando es un táctico como Jeeves quien se encarga de la ejecución y detalles de una empresa. Describirlos sería perder el tiempo. Si Jeeves se propone llevar a un ciudadano del punto A al punto B, como, por ejemplo, del camarote de un yate a una casa de la costa, lo hace. Sin tropiezos. Sin dificultades. Sin inquietudes. Sin dramatismos. Nada hay que contar. Basta que uno eche mano a la primera caja de betún que encuentre, se ennegrezca la cara, atraviese la cubierta, salte por la borda, se despida amablemente de los miembros de la tripulación que le miran partir y se acomode en un bote, para que, a los diez minutos, se encuentre en su lugar de destino, aspirando el frío aire de la noche en tierra firme. Sin duda, lo más sencillo del globo.

Mencioné esto a Jeeves mientras amarrábamos el bote al embarcadero y me contestó que yo era extremadamente amable al afirmarlo así.

—Nada de eso, Jeeves —insistí—. Ha sido una faena excelente, que le honra.

—Gracias, señor.

—Gracias a usted, Jeeves. Y ahora, ¿qué hacemos?

Nos alejábamos del embarcadero, siguiendo la carretera que pasaba ante mi jardín. Todo estaba sereno. Titilaban las estrellas. Nos hallábamos solos con la naturaleza. No había vestigios del sargento Voules ni del guardia Dobson. Bien podía decirse que Chuffnell Regis dormía. Y, sin embargo, como averigüé mirando mi reloj, sólo pasaban unos minutos de las nueve. Ello me sorprendió. Dadas las emociones atravesadas, parecíame que la noche estaba avanzadísima y no me hubiese extrañado que ya se aproximara el amanecer.

—¿Y ahora qué hacemos, Jeeves? —repetí. Noté una suave sonrisa en su faz. Me sentí molesto. Debía, desde luego, agradecimiento a aquel hombre que me había salvado de un destino peor que la muerte; pero uno debe reprimir esa clase de expresiones. Le miré del modo más grave que yo sé.

—¿Qué es lo que le hace gracia, Jeeves?

—Perdón, señor. No trato de burlarme, pero realmente su aspecto me produce cierta agradable impresión. Resulta usted original, señor.

—Casi todo el mundo lo resultaría si tuviera el rostro embadurnado de betún, Jeeves.

—Sí, señor.

—La misma Greta Garbo, por decir alguien.

—Sí, señor.

—O Dean Inge.

—Muy cierto, señor.

—Prescinda, pues, de comentarios personales y responda a mi pregunta.

—Lamento haberla olvidado, señor.

—Le preguntaba: ¿y ahora qué hacemos?

—¿Se refiere usted al próximo paso que debe adoptar, señor?

—Sí.

—Yo le aconsejaría entrar en su casa y limpiarse la cara y las manos.



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